El hombre de acá en frente sabe más del clima que cualquiera. Si hace calor, moja su cabellera en el cordón de la vereda y se para en la esquina. Observa moviendo los ojos: me gusta. Pareciera él entender que la espera es éso: una bisagra, un vértice: el punto cúlmine de la adrenalina que suelta alivio cuando después de diez minutos no pasa nadie que te note ahí, con el pelo mojado, y va que no circula nadie que transite, y entonces la espera se convierte en detención y el escenario se achica y los rostros se pierden pero regresan si, con el viento las voces que para él, son ya de otras vidas ¿Y para mi? Pero el señor de enfrente justo ahí vuelve a su carpa sin itacas, sostenidas por ladrillos de esos grises gigantes y se sienta en su interior. Se aloja en su interior; en la parte de adentro de lo que con lo elemental, me enseñó -observándolo- a construir para yo inmersa ya en su mirada, reconstruirme. De afuera pareciera escuchar, pero lo cierto es que la ilusión de que alguien escuche desde el interior se desgasta en mi universo y sobre todo, cada vez que el señor de enfrente sale y ya no está acá, y entonces se para en la esquina y ni registra que los zapatos que dejé a su puerta eran los de mi padre, cada vez que salía a traer vida a este mundo y yo, en el rincón del living me saboreaba unos clásicos de La Parra o de Joan Manuel. Letras que no entendía, de estrofas gastadas como la suela de mis toper en el playón del colegio o esto de la manada de ojotas en el pavimento en ésta ciudad sendero del ir y venir ¿tras de qué? pero siempre al lado, aunque a éste, el de enfrente, pareciera ni siquiera notar que sus zapatos a mi me van grandes y que igual descalza la suela se me desgasta y entonces mi casa se inunda cada vez que, sentado él escuchando el afuera en su interior, no llueve y la espera continúa en cada ángulo de mis paisajes aún sin voces pero con rostros lejanos sí, y pasadas las diez.
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